©Martine Franck - Roland Topor - París
Por Roland Topor.
El anciano señor Scrouge no conseguía dormirse. Le atormentaban toda clase de pensamientos extraños, cosa a la que no estaba acostumbrado. Era como si una bolsa de ideas, guardada intacta durante setenta y cinco años hubiera reventado de repente.
El anciano señor Scrouge daba vueltas en la cama. Al ritmo de sus movimientos, las imágenes surgían ante ojos abiertos. Pasaba revista, una tras otra, a todas las personas con las que se había relacionado a lo largo de su existencia, sin haber conseguido nunca hacerse un solo amigo. Volvía a ver los rostros de las mujeres con las que nunca quiso mantener una relación íntima, por miedo a perder su precioso y pequeño confort. Recordaba al mendigo al que había rehusado un pedazo de pan, al ciego, perdido en el centro de la calzada, al que deliberadamente había fingido no ver. Ahogó un sollozo.
Tuvo de repente tanto frío que se estremeció. Se envolvió en las mantas e introdujo la cabeza en su interior para reconfortarse con su propio calor. Las doce campanadas de la medianoche llegaron a él, amortiguadas por el espeso tejido de lana. Después le pareció oír que alguien gritaba.
Retiró las mantas bruscamente y escuchó con la máxima atención. No se había equivocado. Una voz que se debilitaba rápidamente gritó aún varias veces: «¡Socorro!»
El señor Scrouge vivía en un apartamento situado junto al río. La voz provenía, sin duda, de un desgraciado caído al Sena.
Sin hacer caso al frío que hacía temblar sus resecos miembros, se puso apresuradamente el batín y las zapatillas y se precipitó al exterior. Atravesó la calzada y apoyado en el parapeto escrutó el agua negra. Un hombre, como cogido en una trampa de líquido viscoso, se debatía débilmente.
«Soy viejo—se dijo el señor Scrouge—. ¿Qué puedo esperar ya de la vida? Si salvo a este hombre que se está ahogando, obtendré más satisfacciones que las que puedan darme algunos años de vida miserable.»
Franqueó valientemente el parapeto y se lanzó al agua.
Se fue al fondo, porque tenía un corazón de piedra
©Roland Topor
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