©Le Figaro - Marguerite Duras
Los Ojos Verdes (extractos)
por Marguerite Duras (originalmente publicado en Cahiers du Cinéma en junio de 1980)
EL ESPECTADOR
Habría que intentar hablar del espectador, del primer espectador. El que llaman infantil, el que acude al cine para divertirse, a pasarlo bien. Y no va más allá. Éste es el espectador que hace el cine antiguo. Es el más educado de todos los espectadores. Fue a él, por cierto, a quien en su juventud le enseñaron que la función del cine era distraer, que se iba a ver una película para olvidarse de otras cosas. Cuando este espectador entra en una sala, es para huir del exterior, de la calle, de la muchedumbre, escapar de sí mismo, sumergirse en otro mundo, el del filme, perder el yo que se dedica al trabajo, los estudios, la pareja, las relaciones, el de la repetición cotidiana. No pasó de ahí desde la infancia, y ahí permanece, en la infancia cinematográfica. Quizá sea en ese lugar, en la sala de proyección, donde este espectador encuentra su verdadera soledad, la cual consiste en apartarse de sí mismo. Cuando se entrega al cine, la película cuida de él, dispone de él, hace de él lo que quiere. En ese momento, el espectador vuelve a encontrarse descargado de responsabilidad, como un niño durante el sueño y el juego. Este espectador es a la vez el más numeroso, el más joven y el más irreductible, en todos los países del mundo. Tiene la inmutabilidad de la niñez. Eso, en todas partes. Quiere conservar su viejo juguete, su viejo cine, su fortaleza vacía. Lo conserva. Este espectador es el del montón, él es esa mayoría incambiada e incambiable desde siempre, la de las guerras y de los votos de derechas, la que atraviesa la historia de la que es objeto, que no sabe nada. Actúa igual con el cine. Mudo, neutro, no comenta, no juzga la obra que ve. Simplemente va a verla o no va.
Este espectador representa más o menos toda la población artesana y obrera, pero también pertenecen a este tipo muchos científicos, muchos técnicos, muchas personas que tienen un trabajo especializado de gran importancia. Los científicos son mayoritarios: la población tecnológica, los matemáticos, todos los ejecutivos, toda la construcción. Desde los albañiles, ingenieros, los fontaneros y los capataces hasta los promotores
"La juventud del trabajo" dicen nuestros gobernantes. "La población trabajadora" dicen los otros. Los que han estudiado y los que no tienen estudios se encuentran igualados en el mismo cine. Los que cursaron medicina, física, artes cinematográficas, los que sólo aprendieron ciencias, los que no hicieron jamás nada al margen de sus estudios, ninguna cosa para variar, se encuentran con los que poseen títulos técnicos o ningún estudio. A esta gente hay que añadir toda una crítica, la mayoría de la crítica, la que aprueba la elección del primer espectador, la que sanciona las películas personales y defiende el cine de acción adaptado a todos, y siente por el cine de autor un odio tal que no podemos dejar de ver en él una ira escondida, cuyo origen no es el que se aduce. Según toda esa gente, se va al cine a fin de volver a encontrar el truco para reír o asustar, el truco para pasar el tiempo, la perduración del juego infantil, la violencia de las guerras, matanzas, contiendas, la virilidad bajo todas sus formas, la virilidad de los padres, de las madres, en todos los aspectos, las carcajadas de antaño a costa de las mujeres, las crueldades y las intimidades de alcobas. Las únicas tragedias, aquí, son amorosas o de rivalidad de poder. Todas las películas que va a ver este espectador son paralelas, van siempre hacia la misma dirección; se espera de ellas idéntico desarrollo, el mismo desenlace. Cuando este espectador deja una película antes del final, es que le ha pedido un esfuerzo de reajuste, un esfuerzo adulto para acceder a su exigencia. Porque lo que pretendía no era ver sino volver a ver cine.
Este espectador, se halla separado de nosotros, de mí. Sé que no llegaré jamás a él, ni pretendo llegar. Sé quién es. Sé que nadie puede cambiarlo, que es inalcanzable. Somos inalcanzables. Estamos frente a frente, en una separación definitiva. No hará jamás, por sí solo, la cifra entera de la población. Siempre estaremos ahí, al margen, nosotros, los autores de escritos, los autores de libros, de cine. A este espectador, no sabemos ponerle un nombre, llamarle de un modo. No le llamamos. Da igual. Lo de menos es el nombre que se le ponga. Da lo mismo. Lo que pasa es que, en la ciudad, en la masa de la ciudad somos dos; estoy yo, hacia quien él no vendrá nunca; está él, hacia quien yo no iré. Nuestro derecho equivale rigurosamente al suyo, mi derecho equivale al suyo. Estamos igualados. Sí. Nuestro derecho de supervivencia en la ciudad es equivalente. Soy menos numerosa que él; pero tan inevitable e irreductible como él es. A medida que el tiempo vaya pasando, decenios y decenios, ¿acabará por entender que no es el único? No lo creo. No veo cómo, formado como está, desde la niñez por toda la ideología imperante, oficial o paraoficial, podía escapar de la trampa de su propio reinado. Hace funcionar la ciudad. Nosotros no hacemos funcionar nada, simplemente nos encontramos en la ciudad al mismo tiempo que él.
Estos espectadores hablan de sí mismos diciendo: "nosotros", "nosotros los obreros". Yo, en cambio, hablo de mí misma: "yo, la que hace cine, difícil o no, cine". Manifiesto lo que veo que ocurre entre él y yo. Lo que digo del espectador, en este momento, es lo que pienso de nuestro encuentro. No puedo comprometerme en un juicio que se jacte de representar la generalidad de la opinión. Todavía no sé cómo se podría hablar de este primer espectador desde el punto de vista de la teoría o de la crítica. Ocupa un lugar que aparece como irreal, abandonado, muerto, matado por la desbandada, la huida de la persona. Sí, una especie de lugar inmoral. Sólo se puede hablar de él en nombre de todos, desde un lugar igualmente inmoral.
Tengo más o menos entre quince y cuarenta mil espectadores. Esta cifra es la de mi novela El arrebato de Lol V. Stein en Collection Blanche. Es mucho. El mismo título en edición de bolsillo debe de estar en sesenta mil; pero el número de los lectores será el mismo: de treinta a cuarenta mil. Muchos guardan el libro y no consiguen leerlo, no hacen el esfuerzo de adentrarse en él. Como en el cine. Digo que es una cifra importante. Son cifras importantes tanto para un libro como para una película. Hay que admitirlo. Los cineastas profesionales cuentan a los espectadores en términos de kilogramos. Intuyo que los jóvenes cineastas no se perdonan no superar esta cifra de treinta mil personas. Se teme que sean capaces de hacer cualquier cosa para alcanzar los trescientos mil espectadores, la cifra que pierde, la que les perdería. Que se hundan, juntos, los cineastas y los espectadores primeros. Estamos separados. ¿Qué significaría, para nosotros, ganarles? Nada. Ganarles en nada, ya que lo que haríamos no tendría razón de ser en lo que a nosotros respecta. ¿En qué términos dirigirnos a ellos? Desconocemos su lenguaje y ellos ignoran el nuestro. Esta diferencia entre ellos y nosotros se asemeja a los grandes desiertos de la historia. Entre ellos y nosotros hay la historia, las pestes de la historia política, sus lentas recaídas. Sí, de eso se trata, de este desierto, de aquellos lugares irremediables de la repetición secular, la de la misma tentativa de verse, de oírse. Aquí todo es vanidad e inanidad.
Jamás se puede obligar a un niño a leer. El niño a quien castigan por leer tebeos [comics] quizá deje de leerlos; pero por obligación no acudirá jamás, a otras lecturas. Y, si se le adoctrina, el resultado es el peor de todos. En la Alemania hitleriana, en la Rusia soviética, sólo hay películas dogmáticas. El resultado obtenido no puede ser más lamentable. Basta observar el resultado de la obediencia incondicional de las tropas y del personal del PCF [Partido Comunista Francés], la nivelación de la inteligencia, el desplazamiento horrible de la persona hacia su cadáver. Eso dio origen a los jóvenes catequizados nazis y soviéticos, los jóvenes soldados de Praga y de Kabul. Nunca se podrá hacer ver a alguien lo que no vio él mismo, descubrir lo que no descubrió por sí solo. Jamás, sin dañar su vista, sea cual sea el uso que haga de ella.
A este espectador, creo que hay que abandonarlo a sí mismo; si ha de cambiar, cambiará, como todo el mundo, de golpe o lentamente, a partir de frase escuchada por la calle, de un amor, de una lectura, de un encuentro; pero solo. En un enfrentamiento solitario con el cambio.
©Etienne George - Marguerite Duras y Sami Frey durante el rodaje de Jaune Le Soleil
Hacer Cine.
No sé si he hallado el cine. Hice cine. Para los profesionales, el cine que hago no existe. Losey, en su libro, alaba mis textos y condena a muerte mis películas, dice que odia Destruir dice ella.
Para mí, él no hizo una película que le llegara a la suela del zapato a Destruir dice ella.
Esto demuestra que mi cine tampoco puede pasar la frontera de los profesionales. Y, al mismo tiempo, que el suyo ya no puede pasar la mía. Empecé viendo el cine de ellos y luego hice el mío, y me importaron cada vez menos. Entiendo por profesionales unos reproductores de cine como los que hacen reproducciones de cuadros, por oposición a los autores de cine, a los autores de cuadros. El mundo de ese cine está poblado de gente acorralada, es el dominio del miedo a la carencia de algo para filmar, a la carencia de los millones, de los miles de millones. Para ese cine, somos malhechores que robamos "su" dinero. Alguien, no sé quién, un hombre enfadado ha dicho últimamente, por televisión: "Dar dinero a Duras para filmar Le Camion significa hastiar a los espectadores del cine durante seis meses". ¡Qué elogio! De verdad. Me hizo ilusión. Pero ese señor se equivocaba; nunca tuve un presupuesto para Le Camion. En literatura, no se puede decir: apenas me faltan doscientos veinte millones para acabar mi libro. Si el libro no está hecho, incluso en las peores condiciones, es que no está por hacer. Si se ha de hacer, se hará aunque sea en las más graves circunstancias de infortunio. Los pretextos para no escribir, el tiempo que falta, las ocupaciones demasiado numerosas, etc., no son verdad, casi nunca. Los cineastas no tienen esta necesidad. Buscan temas. Ésta es también una de las diferencias decisivas. Buscan historias. Les proponen unas, ya sea novelas o guiones hechos por especialistas de su género. Así suele ser. Valoran esas proposiciones, las pormenorizan: tres crímenes, un cáncer, un amor, más tal y tal actor. Resultado: setecientos mil espectadores. Todo eso pasa al ordenador. Se hace la película. Resultado: seiscientos mil espectadores. Un fracaso.
Los cineastas cuantitativos que tienen el aplauso general, veinticinco salas, un millón y medio de espectadores, sienten una extraña añoranza de nuestro cine, el que no han abordado nunca, el que no está reafirmado por la ganancia, el del fracaso cuantitativo; una única sala, diez mil entradas. Quisieran, al mismo tiempo, ocupar nuestro sitio, sustituirnos además de hacer lo que hacen, arrebatarnos esos diez mil espectadores, como si pudieran hacerlo. Y nosotros, ni por asomo quisiéramos sustituirles, tampoco sabríamos hacerlo. Existimos para el primer espectador y existimos también para ellos, nuestro derecho de ciudadanía equivale al suyo. Además, mientras somos el emblema del fracaso comercial, los estudiantes hacen más tesis sobre nosotros que sobre ellos. Y a veces, las publicaciones, igual que las tesis, cuentan también con nuestra existencia. A pesar de los esfuerzos hechos por la prensa cotidiana para ignorarnos, seguimos haciendo películas. Esto el cine cuantitativo no puede tolerarlo. En cambio nosotros lo olvidamos. Sí, hay aquí una extraña y nueva añoranza del fracaso que equivale a una libre elección. Esta añoranza representa un progreso del cineasta cuantitativo, aunque pase por la ira y el insulto que nos dirigen. El dinero ya no es la única meta, no del todo. El número de entradas tampoco. Empieza a perfilarse, todavía lejos desde luego, otra cosa, un sentimiento de la inanidad de la ganancia cinematográfica que deja tan sólo a su fabricante, que lo abandona en cuanto se produce; y también otro sentimiento que se refiere, a la propia persona, a su responsabilidad frente a sí misma. Ciertos jóvenes cineastas cuantitativos incluso dejaron de perjudicarnos y de hablar mal de nosotros; intentan hacer de ellos también cine de autor, se autodefinen como autores, y al mismo tiempo de gran público, pero les ha salido el tiro por la culata. Tavernier.
Recuerdo que Raymond Queneau decía que, en Francia, eran solamente ciertos lectores, que no pasaban de dos o tres mil, los que decidían la suerte de un libro, y según la selección que hicieron de ellos, los más exigentes, determinados títulos entraban o no en la literatura francesa; y que si no tuviéramos esos lectores, no habría audiencia, por numerosa que fuese, que pudiera sustituirlos. En lo que respecta a la cinematografía, se puede hablar de diez mil espectadores los que hacen las películas y, contra viento y marea, les abren las puertas del cine o se las cierran. Este margen de dos mil a diez mil espectadores, no lo tienen nunca la mayoría de los cineastas cuantitativos. Pueden atraer a dos millones de espectadores; pero entre ellos no estarán comprendidos los pocos miles del cine de autor.
©Etienne George - Marguerite Duras dirigiendo Jaune Le Soleil
El cine diferente
Aquí la película no dice nada. Su evolución es difícil de captar, parece no cambiar, no progresar, no adelantar, ser móvil sólo en relación a sí misma, a un eje de inmovilidad que se habría impuesto durante todo su trayecto. El cambio, aparente o real, no es exterior a la película, sino que está dentro de ella. Así, esta inmovilidad, este eje de fijeza alrededor del cual se desarrolla, la retiene, la cierra en sí misma. Nada se va de ahí, no la aligera en densidad.
En este momento pienso en el Codex de Stuard Pound con música de Phil Glass. La película no tiene pasado, tampoco devenir. El filme se acompasa con una regularidad metronómica. Sólo es eso, regularidad y presencia. Se puede decir que su movimiento es el de la música de Phil Glass. Puede decirse también que el tema de la película es el movimiento inculcado, transmitido a la obra de Stuard Pound por la música de Phil Glass. Aunque, de cuando en cuando, nos detenemos un instante en los planos de mi rostro de mujer, en unas puertas abiertas, en unos decorados, estos planos se integran en el movimiento musical, adelantan con él, participan de su avance. Otra cosa que se puede decir es que hay aquí cine puro de la inteligencia, la cual es, en este caso, la de la simultaneidad de la imagen y el sonido. Simplemente eso, inteligencia de eso, pero de índole embriagadora.
La película no se desarrolla, actúa. El contacto entre la película y usted se establece con suma rapidez, y pasa usted al otro lado, a su orilla, o sea que su eje permanece igual, su campo alcanza a los espectadores, los cuales, se adentran en él. La película por lo tanto queda en su órbita, encadenada a su eje de acero, el de su escritura. Al lado de eso, de la tentativa de Stuard Pound, es divagación, pérdida de sustancia, pérdida de música, de fuerza y de espacio. Cuando el puente ha quedado tendido entre usted y la película, usted está a su vez encadenado a la espiral, al movimiento de inmovilidad. De la misma manera, ésta tiene una actuación sobre usted, le arrastra en su frecuencia, en su irresistible y quieto avance.
Hyères, Digne, los únicos lugares fuera del dinero, los únicos lugares de la pasión por el cine.
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