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La guerra preside dos periodos decisivos de la vida de Donald Winnicott. Durante la Primera Guerra Mundial cuenta entre 18 y 23 años, y en la Segunda Guerra Mundial, entre 43 y 49 años.
La situación bélica, la pérdida de varios amigos, la destrucción de su ciudad natal tras repetidos bombardeos entre 1941 y 1942, entre otros acontecimientos dolorosos, no doblegan su espíritu juguetón ni envuelven su teoría en un bucle melancólico.
Aunque no deja de ser paradójico –y la paradoja es una estructura basal inherente a su vida y a su obra– Winnicott es todo lo contrario a un pensador de la desesperanza (a la manera, por ejemplo, de la trinidad áulica del siglo XX: Nietzsche, Marx y Freud), el pensamiento winnicottiano es vitalista: se ofrece a la confianza mutua, a la esperanza, a jugar: a estar y sentirse vivo.
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