Una mirada. 1995. Óleo sobre lienzo. Autora: Loli Iñiguez |
Autora: Mª Dolores Iñiguez Ibáñez
Una vez, hace años, me presenté a un
concurso y gané el primer premio. Hasta entonces mis padres habían hecho muchos
sacrificios para costearme la carrera de Bellas Artes, el año de Erasmus en
Amberes y el máster en Barcelona; ya no estaban dispuestos a seguir; tendría
que encontrar trabajo o volver al pueblo, allí disponía de espacio y
tranquilidad para crear, pero yo sentía que tal medida supondría un retroceso
en el proyecto de vida que mi fantasía había forjado. Con el dinero del premio
podría tirar un tiempo en la ciudad y ablandar a mis padres que, a la sazón,
estaban muy contentos y orgullosos de que su hijo hubiese ganado la Bienal de
Artes Plásticas.
Tenía amigos que a su vez tenían
amigos que me presentaron a doña Regina, una señora que, también deslumbrada
por el premio, estaba dispuesta a alquilarme un estudio grande, en pleno
centro, con un par de habitaciones al fondo, baño y cocina, justo lo que
necesitaba: espacio de trabajo y vivienda. Era como un sueño. Podría quedarme
un año (lo que yo necesitaba), pero después tendría que dejarlo dado que la
usuaria habitual, hija de doña Regina, regresaría, no se me dijo de dónde. Para mí era un buen acuerdo que me permitiría
elaborar la obra que iba a exponer al año siguiente en una de las principales
galerías de la ciudad (la exposición también estaba incluida en el premio de la
bienal).
El proyecto expositivo llevaba por
título La casa inmaculada y consistía
en una serie de piezas de papel desplegable, una especie de maquetas que
representaban una metáfora del ser interior. El título venía dado por la idea
de que todos, en el fondo, somos inocentes; por lo mismo, las maquetas serían
todas blancas y estarían muy ocupadas por habitaciones, objetos, jardines y
laberintos también blancos; la iluminación, que habría que estudiar con todo
detalle, sería la encargada de darle variedad y movimiento a las piezas. Mi
nuevo estudio se llenó de papeles blancos, mates, satinados, finos, gruesos,
brillantes, nacarados, marfil; texturas diversas. Comencé el trabajo lleno de
entusiasmo e inspiración lo que me llevó a avanzar mucho más de lo previsto; al
cabo de veinte días ya tenía dos maquetas definitivamente terminadas. Las
deposité en un hueco del estudio, una especie de habitación de tres paredes,
donde también había almacenadas obras y cajas de la hija de doña Regina. Pero
cuál no sería mi sorpresa al terminar la siguiente obra e ir a guardarla.
—¡No puede ser! —mis trabajos
anteriores tenían cada uno una mancha azul. Miré al techo y estaba limpio, sin
restos de agua ni humedad ni color; no había explicación al fenómeno, pero lo peor
era que mi problema no tenía arreglo a pesar que me devané los sesos buscándolo;
hubiera sido una chapuza cubrir las manchas de blanco, como esos escritos donde
se camuflan con Tipp-Ex los errores; hasta se me ocurrió la idea de pintar las
maquetas completas de azul, para ello repasé las cartas de colores de todos los
fabricantes de pinturas conocidos, pero ninguna ofrecía ese azul que, además,
parecía estar integrado en la materia, no se trataba de ningún pigmento;
cambiaba con la luz, la orientación y la distancia desde la que se lo
observaba.
Estaba tan extrañado, tan confuso,
que decidí hacer varias pruebas a ver qué pasaba: lo primero fue cubrir las
manchas con otros papeles blancos, a modo de alfombritas. Seguí haciendo mis
maquetas y las deposité en el cuartito-depósito, así pude ser testigo de que
las manchas iban creciendo con el tiempo, aunque estuviesen cubiertas. No obstante,
continué con mi trabajo porque el suceso, a esas alturas, me estaba produciendo
más fascinación que desánimo.
Un día se me ocurrió curiosear en las
cajas y en los cuadros de mi predecesora lo que me llevó a un mayor
desconcierto: todos los cuadros, todos los cuadernos y los objetos eran azules,
del mismo azul…llegado a este punto decidí indagar en el fenómeno para lo cual
me personé en el domicilio de doña Regina. La mujer, que residía en la planta
alta de mi estudio, en una amplia vivienda lujosamente decorada, me recibió un
poco asustada. Una vez en el salón, mis ojos quedaron pegados a un cuadro que
colgaba en la pared principal, se trataba de un retrato que representaba a una
joven de ojos azules, piel blanca, labios pintados de bermellón, con la pintura
corrida, como si una mano la hubiese garabateado por el rostro; pero cuando vi
el pelo, negro intenso, con un mechón azul en el lado izquierdo de la cabeza,
me quedé mudo. Doña Regina, comprendiendo lo que me pasaba se apiadó de mí, me
dijo que el cuadro que tanto me impresionaba era un autorretrato de su hija y
me habló de ella. Treinta años atrás, un ocho de diciembre, doña Regina había
dado a luz a una niña y, por la costumbre familiar de ponerles a los hijos el
nombre del santo del día, la habían llamado Inmaculada; la niña había nacido
con una mancha azul en el lado izquierdo de la cabeza. La abuela paterna
exclamó al verla:
—Cuando se le quite esa mancha va a
salirle ahí mucho pelo —, pero la otra abuela aseguró que no, que esa mancha no
se le iba a quitar nunca, que viviría así invariablemente. Lo cierto fue que en
esa parte de la cabeza la mancha permaneció idéntica…sin pelo.
Salí muy impresionado de esta
entrevista. Me quedaba mucho por averiguar ¿Dónde estaba ahora Inmaculada? ¿Qué
significaba el autorretrato? Los mismos amigos que me facilitaron el contacto
para encontrar el estudio consiguieron que me reuniese con Clara, muy amiga de ella,
que amplió mi perspectiva del asunto. Al parecer Inmaculada había tenido una
relación amorosa que la había llevado al borde de la locura. El hombre, muchos
años mayor que ella, había jugado con sus sentimientos; en una ocasión, en un
ataque de simpleza, le había dicho a la joven, a esa mujer tan sensible,
cultivada y llena de pureza:
—Todas las mujeres son iguales —ella,
pasmada ante tamaña estupidez, le contestó con otra necedad.
—Todos los hombres son iguales —lo
que provocó en él una reacción inesperada; pasó un dedo por los labios de ella
y le dispersó la pintura por la cara que quedó llena de rayones bermellón.
—Esto no te lo ha hecho ningún hombre
—declaró a continuación y se la quedó mirando para concluir exclamando:
—¡Ahora sí que estás bonita! —no era
burla, él lo sentía de verdad, estaba mejor así, desarmada, manchada, sin
máscaras; este hecho fue muy impactante para Inmaculada que no estaba preparada
para estos juegos; ella, que había sido educada en las formas perfectas, que
había pintado sus labios con una barra de Christian Dior de ese color tan
buscado para realzar la blancura de su rostro, tan escogido como su ropa, su
peinado, no pudo soportarlo. Durante los días que siguieron se fue dejando
dominar por la melancolía y comenzó la expansión del azul en su vida, empezando
por el mechón de pelo que brotó de la mancha de su cabeza.
—Ahora vive recluida en un centro
privado, una residencia en el campo, inaugurada recientemente, pensada y
diseñada como las antiguas clínicas de reposo. Gente con dinero, que sufre
crisis nerviosas o de identidad, ingresa en ella, alejándose de familiares,
amigos y conocidos durante un año, como en una especie de año sabático, allí
cada cual recibe la atención que necesita –me informó Clara.
Me moría de ganas de visitar a
Inmaculada, pero me resistí a hacerlo en aras de su salud, debía respetar el
tratamiento. Ya tendría ocasión de conocerla más adelante.
Proseguí con mi trabajo con una
humildad que nunca había conocido. Creo que mis maquetas fueron adquiriendo
vida propia, como si una mano me guiase; cada vez eran más grandes y creo que
más bellas, cada una con una mancha azul de diferente tamaño, por orden de
antigüedad. Finalicé la obra y presenté la exposición en la fecha prevista,
aunque hube de cambiarle el título, pasaría a denominarse La mancha.
Le mandé una carta invitándola a la
inauguración, una larguísima misiva llena de emociones y confidencias; no me
importaba el éxito, no me importaba la crítica, ni el dinero, lo que añoraba
era conocer a esa mujer que había habitado mi espacio (en realidad era yo el
que había habitado el suyo) y que me había transmitido su espíritu. Mientras el
público hacía preguntas y mostraba admiración por mi ingenio, yo soñaba con
verla llegar.
Llevamos veinte años juntos,
Inmaculada y yo… desde aquel día…
Se presentó en la sala de
exposiciones vestida de naranja, con un turbante que cubría su pelo, paso suave,
como una pluma, mirada insondable, sonrisa traviesa, franca. Vino directa a mí,
había sido un descanso para ella poder compartir su mancha con un extraño,
saber que no estaba sola en aquel mundo sin sentido, presa del azul. En ese
momento recordé un sueño que había tenido años atrás:
“Me hallaba situado en la parte superior de un
muro muy alto, yo era una especie medusa reptando para no caerme. El muro
estaba en medio del campo y separaba dos espacios muy diferentes: el de este
lado, de donde yo venía, era oscuro y conocido, anodino; el del otro,
resplandeciente, intenso, limpio, nuevo... todo estaba lleno de enredaderas cuajadas
de flores de todos los colores, sentía mucho miedo. Miré a lo lejos y vislumbré
un cielo fosforescente que me hechizaba, llenándome de paz y esperanza. Dentro
del propio sueño me dije a mí mismo:
—¡Tengo que llegar al azul!”.
Nada más ver a Inmaculada, aún antes
de que hablásemos, supe que ya me encontraba al otro lado del muro.
Medusa. Óleo sobre lienzo. 1992. Autora Loli Iñiguez |