Robert Doisneau - Marguerite Duras - 1955 - restauración ©Sergio Canadé
El último cliente de la noche
La carretera atravesaba la Auvernia y el Cantal. Habíamos salido de Saint-Tropez por la tarde, y condujimos hasta entrada la noche. No recuerdo exactamente qué año era, fue en pleno verano. Lo conocía desde principios de año. Lo había encontrado en un baile al que había ido sola. Es otra historia. Quiso parar antes del amanecer en Aurillac. El telegrama había llegado con retraso, había sido enviado a París, y luego reenviado de París a Saint-Tropez. El entierro debía tener lugar al día siguiente, a última hora de la tarde. Hicimos el amor en el hotel «Aurillac», y luego volvimos a hacerlo. Por la mañana lo hicimos de nuevo. Creo que fue allí, durante este viaje, cuando el deseo se esclareció en mi cabeza. Por él. Creo. Pero, estoy menos segura. Pero por él, sí sin duda,sí, desde el momento que se unía a mí en este deseo. Pero él, como otro, como el último cliente de la noche. Apenas dormimos, y reemprendimos el viaje muy pronto. Era una carretera muy bonita y terrible, interminable, con curvas cada cien metros. Sí, fue durante este viaje. Esto nunca se ha vuelto a repetir en mi vida. El lugar ya estaba allí. Sobre el cuerpo. En estas habitaciones de hotel. Sobre las orillas arenosas del río. El lugar era oscuro. Estaba también en los castillos, en sus muros. En la crueldad de las cacerías. De los hombres. En el miedo. En los bosques. En el desierto de las alamedas. De los estanques. Del cielo. Tomamos una habitación al borde del río. Volvimos a hacer el amor. No podíamos hablarnos más. Bebíamos. En la sangre fría, golpeaba. El rostro. Y ciertos lugares del cuerpo. No podíamos acercarnos ya el uno al otro sin tener miedo, sin temblar. Me llevó hasta lo alto del parque, a la entrada del castillo. Estaban los de Pompas Fúnebres, los guardianes del castillo, el ama de mi madre y mi hermano mayor. A mi madre no la habían metido todavía en el ataúd. Todo el mundo me esperaba. Mi madre. Besé la frente helada. Mi hermano lloraba. En la iglesia de Onzain éramos tres, los guardianes se habían quedado en el castillo. Yo pensaba en este hombre que me esperaba en el hotel al borde del río. No me daban pena, ni la mujer muerta ni el hombre que lloraba, su hijo. Nunca más he tenido. Después vino la cita con el notario. Consentí a las disposiciones testamentarias de mi madre, me desheredé.
La carretera atravesaba la Auvernia y el Cantal. Habíamos salido de Saint-Tropez por la tarde, y condujimos hasta entrada la noche. No recuerdo exactamente qué año era, fue en pleno verano. Lo conocía desde principios de año. Lo había encontrado en un baile al que había ido sola. Es otra historia. Quiso parar antes del amanecer en Aurillac. El telegrama había llegado con retraso, había sido enviado a París, y luego reenviado de París a Saint-Tropez. El entierro debía tener lugar al día siguiente, a última hora de la tarde. Hicimos el amor en el hotel «Aurillac», y luego volvimos a hacerlo. Por la mañana lo hicimos de nuevo. Creo que fue allí, durante este viaje, cuando el deseo se esclareció en mi cabeza. Por él. Creo. Pero, estoy menos segura. Pero por él, sí sin duda,sí, desde el momento que se unía a mí en este deseo. Pero él, como otro, como el último cliente de la noche. Apenas dormimos, y reemprendimos el viaje muy pronto. Era una carretera muy bonita y terrible, interminable, con curvas cada cien metros. Sí, fue durante este viaje. Esto nunca se ha vuelto a repetir en mi vida. El lugar ya estaba allí. Sobre el cuerpo. En estas habitaciones de hotel. Sobre las orillas arenosas del río. El lugar era oscuro. Estaba también en los castillos, en sus muros. En la crueldad de las cacerías. De los hombres. En el miedo. En los bosques. En el desierto de las alamedas. De los estanques. Del cielo. Tomamos una habitación al borde del río. Volvimos a hacer el amor. No podíamos hablarnos más. Bebíamos. En la sangre fría, golpeaba. El rostro. Y ciertos lugares del cuerpo. No podíamos acercarnos ya el uno al otro sin tener miedo, sin temblar. Me llevó hasta lo alto del parque, a la entrada del castillo. Estaban los de Pompas Fúnebres, los guardianes del castillo, el ama de mi madre y mi hermano mayor. A mi madre no la habían metido todavía en el ataúd. Todo el mundo me esperaba. Mi madre. Besé la frente helada. Mi hermano lloraba. En la iglesia de Onzain éramos tres, los guardianes se habían quedado en el castillo. Yo pensaba en este hombre que me esperaba en el hotel al borde del río. No me daban pena, ni la mujer muerta ni el hombre que lloraba, su hijo. Nunca más he tenido. Después vino la cita con el notario. Consentí a las disposiciones testamentarias de mi madre, me desheredé.
©Sitios en el Corazón - Marguerite Duras
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